Héctor Zagal

Héctor Zagal

Comprimidos del Dr. Zagal

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Entre remedios y resignación

Aun cuando más de 75 % de los varones presente alopecia desde los 30 años, seguimos empeñados en conservar nuestro cabello a como dé lugar. No es raro. Las buenas cabelleras siempre han sido muy apreciadas por la humanidad.

Para los griegos del siglo VI a. C., el cabello abundante era signo de riqueza y buena salud. Además, diferenciaba a los libres de los esclavos, quienes casi siempre estaban rapados.

Los nahuas no se lo cortaban, pues lo consideraban un acto peligroso. Ellos creían que, entre la frontera del cabello y el cráneo, vivía una entidad llamada “tonalli”, la cual proporcionaba vigor para el crecimiento. Cuando uno se rapaba, debilitaba su tonalli y aumentaba las posibilidades de enfermarse e incluso morir.

A los romanos tampoco les gustaba andar pelones. El gran Julio César ganó muchas batallas, pero no pudo contra la de la calvicie. Tenía unas entradas prominentes, aunque supo ocultarlas usando una corona de laureles.

Mi padre, para no ser la excepción, también intentó combatir la calvicie. Cuando su frente empezó a despoblarse, su suegra le recomendó un ungüento hecho con chiles serranos. Mi papá los molió y se los untó en la calva, pero pronto comenzaron a irritarle la piel. Aquel “remedio” le picó tanto, que ese mismo día terminó por aceptarla. 

Quizá el error de mi padre fue apostar por el ungüento incorrecto. Hipócrates, quien consideraba que la calvicie era el otoño de los hombres, también ofrecía su propia receta para combatir la alopecia: una mezcla de rábano picante, remolacha y excremento de paloma.

Aristóteles pensaba que el cabello se caía en la vejez, debido a que perdíamos nuestro calor vital con el paso del tiempo. Ese factor nos volvía más impulsivos y pasionales durante la juventud. En contraste, la vejez y la calvicie serían símbolos de un alma depurada y sabia. Yo por eso, y porque no creo en los remedios hipocráticos, ya me resigné a ser calvo.

Sapere aude