En la que el viajero inglés Charles Letrobe llamó la “Ciudad de los Palacios”, cuando se caminaba por el entonces suntuoso Paseo Bucareli o largas filas de coches rodeaban los frondosos jardines de la Alameda, la élite presumía enormes mansiones, decoradas a todo lujo, con un privilegiado denominador común: el consumo del chocolate y del tabaco.
Así es. No había visita o recepción sin ellos. Ni pasaba un día en que no se disfrutaran en un delicioso ritual casero, dos veces al día, por la mañana y a las tres de la tarde.
Pero el tabaco también era de rigor. Nadie dudaba en consumirlo, y menos las damas. Se fumaba mucho, en todos lados, a excepción de las iglesias. El uso del tabaco se generalizó en la alta sociedad, sin distinción de edad y sexo, lo hacían hasta las señoritas más delicadas y melindrosas.
A pie o en carro, llevaban siempre un cigarro en los labios. Eran extraídos de cigarreras de oro o plata, con incrustaciones de piedras preciosas. Un artículo infaltable, como lo es hoy, por ejemplo, el teléfono celular.
Tampoco era menos el disfrutar en las tertulias de los placeres del chocolate y los helados. Era el perfil de una sociedad sensual, ostentosa y ávida de fiestas, cuando en las mansiones de aquellos años se bailaba hasta la madrugada, al ritmo de fandangos y minuetos.
Hoy, igual se bebe chocolate y se fuma, sólo que ya no hay tal “Ciudad de los Palacios”.