En el México virreinal había sólo cuatro paseos: el de las Cadenas, la Viga, Bucareli y la Alameda. Era una ciudad pequeñita, con apenas cien mil habitantes. Al principio, fueron casi exclusivos para la aristocracia. Después, abiertos al público, eran incómodos por el ambulantaje, mendigos y gente de todas las clases sociales que se movía entre apretones y empujones, según cuenta José María Lafragua.
El Paseo de las Cadenas era alrededor de la catedral, cercada con 125 cadenas de hierro para que se respetara lo religioso. Allí se iba a leer poesía, a dar serenatas y a enamorar, escribió Manuel Orozco y Berra. Algunas de esas cadenas están hoy en la explanada del Palacio de Bellas Artes.
En la Viga se caminaba por su ancha calzada con árboles y luego se abordaban canoas que iban a Iztacalco, Santa Anita o Resurrección. Incluso había un barco de vapor que llegaba a Chalco. Alguna vez lo abordó Benito Juárez y estuvo en peligro de naufragar. De ahí viene el dicho: “A mí, el viento me hace lo mismo que a Juárez”. Este paseo ya no existe.
Bucareli era el sitio preferido de la alta sociedad. Había fuentes y hasta una plaza de toros, además de comenzar en donde estuvo muchos años la estatua de Carlos IV, el famoso “Caballito”. Hoy, ni su sombra…
La Alameda, llamada así porque contaba con casi dos mil álamos, estuvo cercada por las rejas de fierro que mucho tiempo protegieron la Plaza de Armas (Zócalo). Fue un paseo para los ricos de la época, pero sólo era la mitad de lo que es hoy. El resto era el tianguis de San Hipólito y el quemadero de la Inquisición.
Hoy, todo es diferente. Tenemos un gran paseo: el nuevo Chapultepec, tres veces más grande que el Central Park de Nueva York.