De manera lamentable, la primera lectura de los resultados electorales del pasado domingo 2 de junio, ha caído en la polarización: los ganadores se aceptan en un mandato popular sin restricciones y los perdedores niegan la función democrática de las elecciones.
Sean cuales fueren los resultados de este choque de expectativas, lo único cierto es que tiene mucho valor aquella vieja consigna demagógica de demócratas y dictadores: el pueblo habla en las urnas.
Y, en efecto, el sentido de las elecciones es justamente trasladarle al pueblo por la vía electoral la decisión de qué tipo de gobierno desea y qué políticos prefiere para gestionar sus funciones.
México no entró en una nueva época ni en un nuevo ciclo. El resultado electoral benefició, en 2024, a la corriente que define un gobierno de carácter popular, frente a un largo ciclo de administración de los gobiernos con base en las reglas del mercado de 1982 a 2018.
Más que revisar voto por voto, casilla por casilla y acta sobre acta, cada una de las millones de boletas que se cruzaron, ganadores y perdedores deberían razonar que estas elecciones fueron, con todo y sus regularidades, las más democráticas de la historia y que México, por ese sólo hecho, entró en el territorio de la democracia electoral.
Los electores votaron por las propuestas de los candidatos, y no cabe ahora decir, desde la oposición, que el pueblo votó por una dictadura, cuando en realidad México entró en la lógica del refrendo democrático-electoral de sus gobernantes, en tanto que una dictadura implica un grupo en el poder sin pasar por la prueba de la democracia electoral.
El pueblo no dio un cheque en blanco a los gobernantes, porque habrá elecciones legislativas federales en 2027, y ahí puede cambiar el equilibrio político-electoral.
Partidos y políticos deben celebrar la madurez ciudadana de elegir y que su voto tuvo el valor de la democracia.