En 1795, el marqués de Branciforte pidió autorización al rey Carlos IV para erigirle una estatua en la Plaza Mayor. La bella obra de Manuel Tolsá se pagó con donativos de particulares, no con dinero del virrey.
Un año después se colocó la primera piedra, exactamente, frente a lo que hoy es la puerta presidencial. Estaba adornada con cuatro fuentes y rodeada de postes con cadenas.
Algo poco conocido es que la estatua se hizo primero de madera y estuco. Y tal cual, en la mañana del 9 de diciembre de 1796, fue inaugurada. Fue un acto solemne y, desde el balcón de palacio, el virrey arrojó al público tres mil medallas conmemorativas de plata, grabadas por Gerónimo Gil.
La formación de la estatua de bronce, como hoy la conocemos, se dilató hasta 1802. El molde estuvo tres años en el colegio de San Gregorio y fueron necesarios cinco días para desembarazar la estatua después del vaciado en los hornos.
El Caballito vale, no por ser el rey Carlos IV, sino por su belleza y perfección artística. Cinco días tardó en llegar a la plaza, transportada en un carro especial que rodaba sobre planchas de madera. Fue descubierta entre salvas y repiques, iluminaciones, banquetes, fuegos y corridas de toros y fiestas públicas.
Estuvo en el Zócalo hasta 1822, pero por la tensa situación del país que amenazaba con destruirla, fue trasladada al patio de la universidad, donde estuvo encerrada tres décadas. Luego fue colocada en la esquina de Reforma y Bucareli. Allí permaneció 127 años. Finalmente, desde 1972, luce en la plaza del Museo Nacional de Arte.