En julio hay una efeméride que no debe dejar de recordarse: se cumplen 25 años de la alternancia partidista en la Presidencia de la República de 2000. Y si la lógica del desarrollo político señala que las cosas debieran avanzar para mejorar, el cambio de partido en la Jefatura del Ejecutivo federal no condujo a un nuevo sistema/régimen/Estado.
El 2 de julio de 2000, el régimen priista, fundado en 1929, llegó a su fin y a la necesidad de transitar a uno nuevo que evitara la persistencia de los vicios autoritarios unipartidistas.
Pero el resultado, un cuarto de siglo después, es que parecemos estar dando vueltas a la noria de nuestras propias incompetencias como sistema y sociedad, sin que pudiéramos, antes ni ahora, definir y procesar el tránsito a una verdadera democracia moderna.
Vicente Fox ganó la presidencia y se quedó estancado en su falta de comprensión de lo que debía representar una transición a la democracia, Felipe Calderón se ahogó en su pequeña mediocridad, Enrique Peña Nieto sólo cumplió con la modernización de la estructura neoliberal y Andrés Manuel López Obrador creyó que la restauración era sinónimo de transición.
Del lado de la sociedad política, los partidos vieron pasar de noche la responsabilidad de la alternancia y no supieron pactar un acuerdo de reconstrucción del sistema/régimen/Estado y se convirtieron en cómplices del fracaso de la transición.
Y la sociedad no partidista siguió atrapada en la ingenuidad y a suponer que Fox, Calderón, Peña Nieto y López Obrador podrían estar pensando en la transición a la democracia. Entonces votaron por cada uno de ellos con la esperanza de que hubiera suerte y algunos de los políticos fuesen iluminados por la inteligencia que no tuvieron y pudieran llevar al país a una democracia real.
Las oportunidades no se encuentran a la vuelta de la esquina, sino que se construyen y se conducen con inteligencia. En ese contexto, no se ve, en los próximos 25 años, ninguna otra oportunidad para salir de la actual crisis.