Durante mucho tiempo, la psicología se centró en identificar y tratar lo que no funcionaba en la mente humana: trastornos, carencias, traumas. Pero, a finales de los años 90, el psicólogo Martin Seligman propuso un giro radical: “¿Y si, además de tratar el sufrimiento, estudiamos lo que hace que las personas florezcan? Así nació la psicología positiva, una disciplina científica enfocada en las fortalezas humanas, las emociones positivas y la construcción de una vida con sentido, que incluso compromete a un cambio de paradigma en el entendimiento mundial.
Esta corriente no busca negar el dolor ni los problemas, sino brindar herramientas para afrontarlos desde la resiliencia, la gratitud, el optimismo realista y la conexión con los demás. Su aporte central es que la salud no es simplemente la ausencia de enfermedad, también es un estado de equilibrio emocional que permite adaptarnos, crear y disfrutar.
Desde la neuropsiquiatría, entendemos hoy que cultivar emociones positivas tiene efectos reales en el cerebro: mejora la plasticidad neuronal, modifica las interconexiones neuronales y crean circuitos más robustos, fortalece el sistema inmunitario y ayuda a regular el estrés. Intervenciones basadas en la psicología positiva -como escribir sobre lo que agradecemos o identificar nuestras fortalezas personales-, han demostrado ser eficaces incluso como complemento en el tratamiento de trastornos depresivos.
En un mundo que constantemente nos enfrenta a la incertidumbre y a la adversidad, necesitamos más que nunca reenfocar nuestra mirada, ideas y pensamientos. La psicología positiva no promete una vida sin sufrimiento, pero sí una mente más preparada para afrontarlo, aprender de él y salir con más fortaleza.
Como médicos e individuos, deberíamos verla no como una moda pasajera, sino como una herramienta esencial para la salud mental integral.