El 30 de junio se cumplieron 505 años de la Noche Triste, aquella batalla en que los conquistadores españoles cayeron y huyeron hacia Tlacopan (Tacuba) para salvar la vida ante el ataque del embravecido ejército mexica.
Estudiosos documentan que murieron más de cien españoles y unos dos mil indígenas aliados. Sostienen que los invasores salieron despavoridos hasta detenerse en la hoy Popotla, donde Hernán Cortés lloró su derrota. Sin embargo, esto último es imposible de confirmar, así como el lugar exacto de las lágrimas del conquistador. Quienes lo conocían afirman que no era hombre de llanto, sino alguien con corazón de piedra.
Tampoco puede señalarse el sitio exacto donde pararon las tropas de Cortés tras escapar de Tenochtitlán. Algunos llegaron despavoridos hasta la actual basílica de Los Remedios. Historiadores coinciden en que los invasores se detuvieron bajo un enorme ahuehuete, el cual, por cierto, ha sido incendiado dos veces. Hoy, sólo queda un pedazo de su tronco con una placa que recuerda la noche en que los españoles saquearon 90 por ciento del tesoro de Moctezuma.
Pero lo lamentable para los mexicas es que ese no fue el final. Los españoles se reagruparon y armaron estrategias con miras a tomar la ciudad, en 1521. En este plan fue fundamental Martín López, el carpintero que construyó en Tlaxcala los bergantines, para luego ensamblarlos en las aguas de Texcoco e imponer el sitio mortal a la gran Tenochtitlán.
En realidad, la Noche Triste tiene dos rostros, dos enfoques, ambos válidos: la derrota española y la resistencia mexica. La visión ganadora y la visión de los vencidos. Todo depende de quién escriba la historia y de cómo se interprete.
Pensemos: indígenas armaron esos bergantines, indígenas blandieron armas al lado de españoles, indígenas se vengaron de la opresión mexica.
Queda claro: Cortés nunca habría ganado sin el apoyo de tlaxcaltecas, totonacas y grupos de Texcoco, Xochimilco, Chalco, Azcapotzalco y Mixquic.
Así es, la Conquista tuvo esencia indígena. Sin ella, no hubiera sido posible.